lunes

Fuera de plano

Para divagacionistas, con el tema "Ilusiones" 

Jefté tararea Rosalía mientras pasea el carlino por el parque. Ha ensayado en casa, aunque no contaba con el jadeo asfixiado del perro arruinando el tempo de la canción. Una mano sujeta la correa, la otra el palo selfie y el iPhone que cubre el stream. Lleva diez minutos. Cero viewers, cero comments. No se desanima porque sabe que acaba de empezar. Hace un año nadie del instituto conocía a Teodora y mírala ahora. Todos quieren salir en los vídeos que TheoChick17 graba en el recreo.

Ha visto en un tutorial que interactuar con la audiencia monetiza, así que alzando la cabeza simula saludar a alguien fuera de plano aunque a estas horas la gente se ha ido a cenar y ya no hay nadie por el parque. Es una suerte, piensa, porque si alguien de clase la viese se moriría de vergüenza.

Tener mis propios Theochickers. Qué ilusión. Se lo quiere decir al carlino en voz alta, pero saldría en el directo online y todos los streamers le han dicho que debe ser ella misma.

Gira el encuadre para que no salga como se reajusta las mallas fosforitas. Se le clavan en la cintura, pero logra hacer pinza con los dedos y subírselas sin soltar la correa del chucho. No sabe si ha dejado de sonreír, quizás tenga que buscar otro tutorial con el que aprender a editar vídeo sin que se note como corta esa parte. Una mano enguantada agarra la barbilla de Jefté. Es tan grande que tapa su boca y parte de su nariz. La saca de escena con brusquedad.

El móvil cae al sendero del parque. La cámara queda inclinada de lado, todavía sujeta al palo selfie, y el stream graba el culo del carlino contoneándose hacia los arbustos con un torpe correteo, arrastrando la correa. Fuera de plano se escucha un forcejeo cada vez más tenue, también alejándose, seguido de ocho horas de grabación a ras de suelo.

Un día después tiene trescientos comments y más de cien mil viewers.

domingo

Primeras citas

Leacadio dobla la esquina de la hoja. Cuida que el otro extremo toque el tercio derecho y repite la operación con el otro lado. Manipula la zona en punta asegurándose que será aerodinámica, pasando el índice por el borde.

En la azotea del edificio las noches frías de invierno dejan los dedos fríos pero prefiere llevar mitones en lugar de guantes para encontrar fácilmente cualquier rugosidad. el frío seca antes la tinta de las hojas y no se corre al plegar. Dobla y redobla. Revisa de cerca cada pliegue del folio. Estira el brazo para inspeccionar mejor su trabajo, guiñando los ojos.

Sonríe ante la simetría y armonía de las letras escritas en el papel al mezclarse con las formas del avión. Lo deja en la mesa de camping, bien alineado junto a los otros tres. Da dos pasos de baile frente a ellos haciendo volar las faldas de su vieja gabardina y hace una reverencia con su sombrero. Con los brazos en jarras a ambos lados de su enorme barriga echa vaho por la boca y recupera el aliento mientras contempla las pequeñas diferencias en cada una de sus creaciones. El alerón de aquel, la punta de ese otro, la forma de las alas del más alejado. Tienen buena pinta. Siente que hoy será el día. Tal vez.

Toma entre el pulgar y el índice el primero de los aviones. Bailotea entre humeantes chimeneas, rodea la mesa con las velas y la cena para dos y se agacha bajo arcos de tuberías hasta acercarse al borde norte. Con un sonido de despegue lo lanza hacia las ventanas del edificio de enfrente, lo observa hacer una pirueta, descender hacia los faros de los coches, las calles apelotonadas de desconocidos comprando, las farolas y las luces de navidad rojas, verdes y azules.

Así, tres veces más. Cada una por un extremo de la azotea. Cuatro aviones, cuatro piruetas, cuatro invitaciones, cada una ligeramente diferente a la otra.

Leacadio, como cada sábado, se sienta a la mesita redonda preparada para dos. Calienta sus dedos desnudos agitándolos ante las velas sin dejar de sonreír, sin dejar de echar vaho mientras hileras de pequeñas bombillas sobrevuelan la escena enredadas en tuberías, reflejando su luz amarilla en los cubiertos y en la campana metálica que mantiene caliente el pollo asado.

Y mira a la única puerta que sube a la azotea, esperando.

lunes

Prometí que volvería

Para divagacionistas, con el tema "Promesas" (30/11/20)

Finalmente he recordado la promesa que te hice cuando marché al frente. Soy un tipo grande, pero no soy tonto. No olvido. Tras vagar día y noche por las praderas resecas del condado, por las naves abandonadas del distrito industrial y entre los coches atascados de la Nacional II, he sentido algo en mi interior. Un hilo tirando de mí, de vuelta al hogar.

La casa sigue como la recordaba. Para los otros es idéntica al resto de viviendas edificadas en ambos lados de la calle, todas difíciles de diferenciar salvo quizás la que lleva días ardiendo al fondo de la urbanización envuelta en una columna de humo negro. Yo aún distingo los matices, aunque me ha costado un par de días reconocerlos. El buzón amarillo sobre el poste ligeramente inclinado, la estructura prefabricada de madera blanca rodeada por ese césped que tantas veces soñé cortar, la fachada de imitación victoriana que tanto te gustaba y los amplios ventanales por los que seguro entra mucha luz. Al menos por los de la segunda planta, los que no están tapiados.

La correa del arma se engancha en un pico de la valla del jardín. Quedo retenido unos segundos hasta que el peso de mi cuerpo intentando avanzar rompe la hebilla y trastabillo dos pasos. Sigo avanzando por el camino de tierra mientras oigo la ametralladora caer al suelo a mis espaldas. Empujo los juguetes desparramados entre la hierba y un muñeco de goma suelta un chiflido largo cuando lo piso con las botas militares. Me detengo frente a la puerta de entrada, golpeándola una sola vez.

Llamo más veces. Golpes lentos, secos. El dorso inferior de mi puño deja manchas pardas contra la madera blanca. Intento contarlas pero al llegar a la tercera escucho un ruido dentro de la casa y siento de nuevo la necesidad de cumplir mi promesa. La urgencia de entrar.

Otros rodean la casa. Uno ha conseguido arrancar un tablero de la ventana y oigo tu grito en el interior. Empujando al resto con mi cuerpo voluminoso llego con facilidad al ventanal y me asomo justo para verte subir las escaleras con el pequeño Manny aferrado a tu mano. Introduzco el brazo por la rendija para arrancar más tablones.

Con cada movimiento, largas tiras de carne quedan enganchadas en los cristales rotos.

sábado

Retrato de un brote en negocio hostelero

 Para divagacionistas, con el tema "Brotes" (24/10/20)

Los dos franceses sentados al fondo de la gastrobodega miraban embobados el espectáculo. Lo había empezado Constatino, el dueño, silbando mientras secaba una ensaladera tras la barra. Lo hacía con gorgoritos, agudos y graves y esas florituras sonoras que solo logran miembros de generaciones pasadas.

En la mesa cercana una comulgante, sus primos apelotonados al respaldo de la silla, usaba la App de reconocimiento musical de su nuevo móvil para tratar de identificar la melodía del silbido. El programa cada vez le proponía un artista y un anuncio diferente.

Los padres discutían el posible nombre del artista mientras rellenaban copas de ginebra con los mismos toppings multicolor que tenían sus hijos en los helados (Constantino sabía hacer un negocio rentable).

 El tío Bernardo, íntimo  de la familia presente en todos sus saraos, intentaba seguir el ritmo golpeando el rascador de pelarzas de limón contra el botellín de Schweppes. La tía lo corregía diciendo No no no a lo Winehouse y el abuelo Francisco, a quien todos creían dormido, comenzaba una capela más o menos a tono con el silbido.

Lo acompañaron las tímidas palmas de Lidia, la tía soltera. Y el primo Manel de Badajoz tratando de acertar la última palabra de  cada verso con gritos roncos y achispados desde el otro lado. El contagio fue general, quizás para callar a Manel, y los diez comensales comenzaron a golpear la mesa con palmas, copas de ginebra o cubiertos de postre tratando de seguir el ritmo contagioso de Constantino y el abuelo. Uno de ellos tomó de la pared un cachivache de labranza de adorno (también del IKEA) para usarlo como baqueta.

Los niños corrían entre las sillas, grabando la escena con móvil propio o paterno y trasteando cómo subirla al Google Classroom del cole. Las mesas restantes, vecinos del pueblo la mayoría, jaleaban a la familia ondeando servilletas Nörstrom de estilo español. Un par se levantaron a bailar pegados, otro zapateaba con poco arte y mucho ruido. Todos se mantenían, eso sí, en el perímetro de su propia mesa. El dueño hacia ya un rato que se había vuelto a la cocina, silbando su sonata inventada.

Bajo aquel caos cada cual bailaba a su ritmo, contagiado como más le convenía por el brote musical de Constantino. Y en las sombras del fondo, alejados por una distancia que consideraban de seguridad y resistiendo las ganas de seguir el ritmo con el pie, los franceses se daban la mano sobre el mantelito de cuadros de IKEA, olvidado el cocido típico de la zona y con la boca a medio camino entre sonrisa y mueca.

lunes

La oportunidad de escalar tu propia montaña

 Para Divagacionistas, bajo el reto "Picos"

–No puedo más.

Se detuvo mirando adelante y estiró su espalda de sesentón. Crujieron varias vértebras. El estrecho sendero seguía subiendo, dejando a la derecha una posible caída por una ladera ligeramente inclinada, cubierta de dolorosos matorrales y rocas. Del otro lado enormes peñascos precariamente apoyados entre sí sobresalían amenazadores varios metros sobre su cabeza.

Al pie de uno de ellos había una losa plana resguardada del sol del mediodía. Tomó aire y agarrándose el costado avanzó los últimos metros para dejar caer su culo sobre ella. Movió los brazos hasta descolgarse la mochila, notando ronchas de sudor en las axilas.

–“Experiencias vitales”, una mierda. –Aquel camino empinado tenía menos de un metro de ancho y el del bar le había dicho que estrechaba más antes de la cima–. Nadie podría llegar aquí.

Se quitó la gorra para darse crema en la calva algo enrojecida. Por donde había venido aparecieron tres niños de unos diez años marchando a buen paso. Escondió la crema y se caló la gorra. Pasaron frente a él murmurando un saludo, con mochilas tan grandes como ellos y botas de montaña pisando peligrosamente cerca del borde.

Al rato pasaron cuatro adultos, también a buen paso y con enormes mochilas. Detuvieron su conversación, dijeron buenos días y siguieron adelante desapareciendo en el siguiente giro. El último de ellos se detuvo frente a él.

–¿Sube solo? ¿Sin pareja? –El anciano respondió con un gruñido. Un pájaro chilló en el cielo–. Escuche, no quiero entrometerme pero Pico Saramago no lo sube mucha gente de su…

–¿Edad?

–Hmmm… Iba a decir experiencia.

–¿Experiencia? Curiosa elección. –Señaló el diminuto pin de regalo tras cuarenta años encerrado en una garita, haciendo poco más que ojear revistas de viajes–. Precisamente estoy en viaje de jubilación, un guonderbox de la comunidad de vecinos donde trabajaba.

–¿Solo?

–¿Otra vez? Nunca me casé –Mirando sus dedos artríticos en los que tantas veces soñó poner un anillo.

–No, no, me refería a… Escuche jefe, usted ya es… veterano. Seguro que en la… universidad de la vida ha escalado picos más altos que este ¿eh?  –Amagó poner una mano en su hombro, sin hacerlo– Ehm… ¿Ha hecho el  Carrirón? Una pista verde. Vistas preciosas, menos subida y… y…

Silencio. Más arriba la familia llamaba al joven. Este se encogió de hombros medio disculpándose y aliviado salió pitando sendero arriba.

El conserje jubilado, solo de nuevo, dio unos minutos de ventaja al joven entrometido y retomó la subida.


domingo

El ingenioso hidalgo de las bestias

Para divagacionistas, con el tema "Locura"

La culpa la tuvieron treinta horas seguidas jugando a oscuras al MonsterMaster, seguro.
Al principio veía siluetas fosforitas en todas partes, como impresas sobre mi retina. Se superponían y si cerraba los ojos seguían ahí. Tras dos días me había acostumbrado y no las notaba. Pero al mirar una superficie clara, aquellas formas me recordaban mucho a un alargado Jukaypon o a un sinuoso Chiwi acuático.
Cada día tenían más detalle. Mucho más que el videojuego. Perdí el interés por leer, escuchar la radio o ver series. Moví el ventilador y giré el sofá para que mirase la pared vacía en lugar de la televisión. Pasaba el día tirado en camiseta y calzoncillos, sin pensar, frente a aquella superficie color crema. Las siluetas no siempre eran iguales y quedándote muy quieto, parecían olvidarse de ti y deslizarse despacito.
A la semana me rascaba la tripa y me pareció tener más pelo del normal. Admito estar gordo, pero no peludo. Baje la mirada perezosamente para descubrir que estaba rascando el lomo tupido de un Mammalito, su doble corazón latiendo bajo el pelaje atigrado. Seguí mirando la pared.
En dos días me convertí en cazador experto. Plagaban la casa: Tres feos Tuktuks en el congelador, el trasero de un Krippchard tras la encimera… No se me escapaba uno. Y no estaba loco. Los esquizofrénicos suelen ser menores de treinta y ven bichos y cosas horribles, lo dice Internet.
Mi madre creía que los videojuegos te hacían idiota y mírame: Como Spiderman, pero en gamer. Mi araña radioactiva fueron treinta horas de MonsterMaster. Aunque bueno, realmente no es un SUPERpoder. Es bastante mierder. Así que decidí usarlo para mi beneficio y no para salvar el mundo ni nada de eso.
Empecé a lanzar aquellas criaturas contra mis enemigos. Ellos no podían verlas. Las metía en las cajas de pizza de clientes maleducados, susurrándoles posibles travesuras que podían hacerles. O les murmuraba bajito que atacasen a las viejas del tercero cuando compartíamos ascensor. Logré que todas aquellas personas tóxicas se alejaran de mí. La picadura de un Abefimon no mata pero debe ser temible si tienes ochenta años.
Creo que tengo resuelta la vida si juego bien mis cartas. Y si algún día pierdo mis poderes, tengo un plan B: Le contaré a mi psicólogo que todavía mantengo este don, para que me crea loco y me ingrese de por vida en un psiquiátrico. A pensión completa.

lunes

Reencuentro familiar

Para divagacionistas, con el tema "Madres" 

Me dejo caer boca arriba sobre el colchón. Reboto una vez y mientras callan los muelles miro la mancha de pintura en la pared, a centímetros del cabecero. Tres capas para tapar la marca del Cristo Crucificado que presidía la cama. A mamá antes le gustaba. Ahora dice que no lo soporta, así que dinero bien invertido por mucho que papá gritase el día que descubrió mi chapucilla. 

Abajo escucho a alguien comenzar a cantar “Cuando una amiga se va”. La tía Juani, creo. Con la puerta de mi dormitorio cerrada no estoy seguro. Pronto se unirán el resto de la familia, como el año pasado en el funeral. No tienen ni idea, pienso. Enciendo la radio de la mesilla y suena bajito Bohemian Rapsody. Sonrío y cierro los ojos, tarareando. Es una señal. 

—Oh mamma mia, mamma mia. —Me desabrocho la camisa y me aflojo la corbata negra—. Mamma mia, let me go. 

Olfateo la habitación. Por ahora, solo madera. 

Muevo una mano por el colchón hasta sentir en el dorso de la palma el calor del sol del mediodía. Queen hace desaparecer la voz de la Juani y los demás. Con la otra mano pongo la almohada sobre mi cara, cerrando fuerte los párpados. Veo destellos brillantes explotando en líneas fosforitas. Ahora es cuestión de quedarse muy quieto. Una única lágrima recorre mi mejilla y cae en la almohada. 

Beelzebub has a devil put aside for me, for me, for MEEEEEEE. 

 Dejo pasar los solos de guitarra. Hubiera seguido el ritmo tamborileando con los dedos sobre la tabla de ouija pero papá me la quitó hace un mes, así que me hago el dormido. Joder, a mamá le hubiese molestado mucho más encontrar el porno del portátil que la ouija. 

Cuando Freddie afirma que nada importa en realidad, que es algo evidente para todos, me doy cuenta que el sol ya no calienta tanto mi mano. Por fin. La radio intercala en la canción unos zumbidos largos y los británicos se alejan. Parecen cantar desde el fondo de un pozo.

Los destellos bajo mis párpados cerrados son ahora líneas finas moviéndose lentas y horizontales, tipo encefalograma plano. Resisto las ganas de imitar un pitido largo y continuo. No quiero que mamá me abronque, con lo poco que nos vemos. 

Huele ligeramente a butano, igualito que cuando la encontramos. 

 —Feliz aniversario, mamá —musito con los ojos cerrados.