Para divagacionistas, con el tema "Brotes" (24/10/20)
Los dos franceses
sentados al fondo de la gastrobodega miraban embobados el espectáculo. Lo había empezado
Constatino, el dueño, silbando mientras secaba una ensaladera tras la
barra. Lo hacía con gorgoritos, agudos y graves y esas florituras sonoras que
solo logran miembros de generaciones pasadas.
En la mesa cercana una
comulgante, sus primos apelotonados al respaldo de la silla, usaba la App
de reconocimiento musical de su nuevo móvil para tratar de identificar
la melodía del silbido. El programa cada vez le proponía un artista y un
anuncio diferente.
Los padres discutían
el posible nombre del artista mientras rellenaban copas de ginebra con
los mismos toppings multicolor que tenían sus hijos en los helados
(Constantino sabía hacer un negocio rentable).
El tío Bernardo,
íntimo de la familia presente en todos sus saraos, intentaba seguir el ritmo golpeando el rascador de pelarzas
de limón contra el botellín de Schweppes. La tía lo corregía diciendo No no no a lo Winehouse y el
abuelo Francisco, a quien todos creían dormido, comenzaba una capela más
o menos a tono con el silbido.
Lo acompañaron las
tímidas palmas de Lidia, la tía soltera. Y el primo Manel de Badajoz
tratando de acertar la última palabra de cada verso con gritos roncos y
achispados desde el otro lado. El contagio fue general, quizás para callar
a Manel, y los diez comensales comenzaron a golpear la mesa con palmas,
copas de ginebra o cubiertos de postre tratando de seguir el ritmo
contagioso de Constantino y el abuelo. Uno de ellos tomó de la pared un
cachivache de labranza de adorno (también del IKEA) para usarlo como
baqueta.
Los niños corrían
entre las sillas, grabando la escena con móvil propio o paterno y trasteando cómo subirla al Google
Classroom del cole. Las mesas restantes, vecinos del pueblo la mayoría,
jaleaban a la familia ondeando servilletas Nörstrom de estilo español.
Un par se levantaron a bailar pegados, otro zapateaba con poco arte y
mucho ruido. Todos se mantenían, eso sí, en el perímetro de su propia
mesa. El dueño hacia ya un rato que se había vuelto a la cocina,
silbando su sonata inventada.
Bajo aquel caos cada
cual bailaba a su ritmo, contagiado como más le convenía por el brote
musical de Constantino. Y en las sombras del fondo, alejados por una distancia
que consideraban de seguridad y resistiendo las ganas de seguir el ritmo con el
pie, los franceses se daban la mano sobre el mantelito de cuadros de
IKEA, olvidado el cocido típico de la zona y con la boca a medio camino
entre sonrisa y mueca.
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