La mayoría de pasajeros van de pié, agarrados a las barras
del techo, balanceándose al ritmo del tren. Hablando por sus airpods. Casi
equidistantes, tan bien repartidos a izquierda y derecha que parecen columnas
vivientes de un templo griego; Cariátides murmurando palabras solo
comprensibles por un Oráculo, quizás el mitológico revisor que nadie ha visto
jamás…
Lucía promete no volver a meterse un atracón de estudiar jamás.
Ha sido la última noche sin dormir. Desde ahora todos los días un poquito, como
dice su madre.
Buf, qué pereza.
Tchumtchum, tchumtchum…
Frente a ella hay un joven con la camiseta rojo estridente
de algún equipo de futbol y unos enormes auriculares inalámbricos verdes colgándole
del cuello. Puede escuchar la música que sale por ellos en un bucle
reggaetonero de tonos graves, pero no identifica la canción.
Lucía mira de reojo a la señora sentada junto a ella. Embutida
en un vestido azul con brillitos de una talla menor a la que debería y
desprendiendo olor a tabaco mientras juega a hacer tríos de frutas en su móvil.
Manzana, manzana, manzana. Un estallido de fuegos artificiales llena la
pantalla. Tiene la mirada triste y aburrida, aunque su teléfono le dice que lo
está haciendo “Perfect!”.
El chico de rojo está bueno.
La voz metálica de megafonía anuncia la siguiente parada. No
se entiende por el ruido del vagón al avanzar, pero ella sabe que es “Vicente
Aleixandre”. Una más y se baja.
Lucía se repite que
le diría algo al chico de rojo, pero no puede. No es pereza, simplemente que
seguro que se ponen a hablar y se pierda el examen en el que tanto esfuerzo ha
puesto.
Dindondin. “Próxima estación: Ciudad Universitaria”.
Dindondin.
Lucía se levanta. Aprieta el libro contra su pecho con una
mano y con la otra se da un tironcillo en la falda. Echa una última mirada al
chico. No es pereza. Ni tampoco miedo.
Eso último seguro, se repite, y sale corriendo del vagón.
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