Los sábados de verano
mi madre me llevaba a las salas de cine del único centro comercial de la
ciudad. Recuerdo el cambio de temperatura al entrar, la oscuridad entre butacas
rojas. Su cara iluminada por el móvil, controlando el tiempo que quedaba de
película.
Media hora antes del
final, me daba un empujoncito con el codo y salíamos de la sala con la excusa
de ir al baño.
-Corre, corre -
susurraba mientras atravesábamos el pasillo enmoquetado, cogidas de la mano,
para meternos en cualquier otro estreno que estuviese a punto de comenzar. Yo reía bajito, disfrutando la aventura. Los
jóvenes empleados, si nos veían alguna vez, nos ignoraban.
En el fondo a ninguna
nos importaba la película. Aquí nos olvidamos de todo, me decía ella mientras
cenábamos kebab e inventábamos los finales que no habíamos visto.
Desde su funeral no
volví a pisar aquellos cines. Al menos hasta estallar la guerra. No fue una
decisión consciente, simplemente los sábados siempre llevaba trabajo de la ofi a
casa. Trataba de desconectar. Olvidarme de todo, diría ella.
Las tropas entraron a finales de octubre. Recuerdo enormes tanques aplastando las aceras y pequeños arbolillos del
bulevar del paseo. Los gritos del levantamiento popular. El estruendo de los
cañones derrumbando edificios. Nunca tuve claro qué defendían unos y otros. Ni
a qué bando se suponía que pertenecía yo.
Por eso me escondí
entre las ruinas de mi casa, observando todo como si fuese una película.
Solo salí cuando vi a
aquellos tres niños envueltos en harapos, avanzando desorientados por la calle
vacía. Con los bracitos cubiertos de polvo y hollín. Los ojos húmedos, ya sin
lágrimas. Mirando al frente, con los labios prietos. El mayor no superaba los
trece años.
-Corred, corred - les
susurré desde mi escondite haciendo gestos para que se acercaran. Los cogí de
la mano y los llevé al único sitio en que sentía que estaríamos seguros.
Durante tres días nos
refugiamos entre filas de butacas rojas ennegrecidas por el fuego, con los
restos mordidos de la enorme pantalla del cine parapetándonos del viento.
Racionando la linterna del móvil para vernos las caras en la oscuridad de la
noche. Contándoles historias inventadas para ahuyentar el hambre. Olvidándonos
de todo. Hasta que la ONU entró en la ciudad, siguiendo los surcos que ya
habían hecho los primeros invasores.
Si los soldados nos
vieron alguna vez, nos ignoraron.
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