Hay una historia que
leí probablemente en un libro de Coelho y que me resulta inquietante por la frecuencia con la que versiones de la misma aparecen en mi vida. Dice la misma que un buen día una caravana de ricos mercaderes viajando
por el desierto vio un punto en la distancia. Al acercarse, descubrieron que se
trataban de un hombre postrado en el suelo, desharrapado, con barba de varios
días y al borde de la deshidratación.
- Agua, agua, por
favor. Gemía el hombre sin poder moverse.
El grupo de
mercaderes desmontaron rápidamente de la caravana y rodearon al hombre
dispuestos a ofrecerle toda la ayuda que pudiesen darle. Uno de ellos pidió una
cuchara, pues con la garganta tan irritada apenas podría beber en pequeñas
cantidades. Desde el otro extremo del círculo de hombres otro negó con la
cabeza: Lo primero es hidratar el resto del cuerpo con paños húmedos, para que
el cuerpo se rehidrate en su totalidad.
Sin dejarle acabar, otro preguntaba
directamente al desorientado hombre sobre su origen y su dieta, para poder
decidir el tipo de agua más adecuada. Desde la tercera fila, sin apenas poder
nada, otro gritaba que había que tomar el pulso y observar el grado de
dilatación de sus pupilas antes decidir la cantidad de agua y la forma de
administración, para evitar que le sentase mal.
La conversación iba
y venía entre unos y otros mientras, lentamente, el hombre fallecía finalmente
de sed, olvidado en un rincón.
No esperéis una
sesuda interpretación de la historia por mi parte. Creo en el principio “Show, don’t tell”:
Las historias están para ser contadas, pero para cada uno tienen su significado
especial y decidir si te es útil para aprender algo de ella o si debe quedar
relegada al olvido es una elección personal.
Baste decir que a mi
esta historia me sirve para reflexionar sobre lo que hago cuando soy mercader…
o cuando soy hombre sediento.
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