Desde que se lo propuse, el viejo
esquiva mi mirada. No me estrechó la mano, claro. Si hubiésemos cerrado el
trato yo no estaría aquí, y él no estaría donde siempre, frente a la estación,
con su garra enguantada en lana aferrando el brick de vino barato.
Quince años mirando los trenes. Y
esquivando mis ojos. De los habituales, solo quedamos él y yo.
Era mi última esperanza. El de la
panadería y el del taller también dijeron que no antes que él. Joder, si hasta
pensaban que era broma. De esos sí sentía sus ojos clavados en mi nuca al
cruzar una y otra vez delante de sus escaparates abordando a turistas, jóvenes
parejas o quién se pusiera por delante. Nunca volvieron a dirigirme la palabra.
Cuando cinco años después llegó la crisis al barrio fueron de los muchos
locales que echaron la persiana para no volver a abrir.
He visto como los edificios modernistas, orgullo de la ciudad hace cincuenta años, se convertían en cascarones chapados sobre
los que amontonar viejos pisos con aún más viejos inquilinos. Como a las
sombras de ss soportales han venido a vivir larguiruchos de traje. Enroscados
a los porteros automáticos. Con largos dedos desparramados por las botoneras. Esperando
que la palme algún vecino. Quieren cerrar sus propios acuerdos.
A estos no me atrevo a ofrecerles
mi trato.
Ahora solo intento convencer a
los escasos viandantes que pasan con destino a cualquier otro lugar.
Nunca a habituales. Ofrezco vida eterna como quien vende cupones, como quien
pide un minutito contra el cáncer. Tan sencillo como cambiarnos el puesto. Tan
fácil como estrecharnos la mano con sinceridad. Nadie lo notará. Nadie
recordará el pasado. Lo sé porque en mis tiempos de empresario de éxito, aburrido
de la vida conyugal, yo mismo estreché una mano. En esta misma calle.
Luego, con paciencia, crearás tu
pequeño Edén. Serás el puto amo de estos trescientos metros de largo y cinco pisos de
altura. Cuestión de dedicación, tío. Un plan perfecto. Eterno.
Ciento cuarenta y tres años en
esta acera, sin poder salir. Aparezco en la puerta que recibe el primer rayo de
sol. Desaparezco cuando la luz se esfuma de la última baldosa. Nunca cuento dónde
paso el tiempo que no estoy en la calle. De saberlo, quizás no firmarías el
trato.
Aunque viendo en lo que se está
convirtiendo el barrio, a veces ansío el momento en que el sol desaparece.
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